SOBRE VÍAS Y EL TREN DE LA HISTORIA
Fabián Reato
Me acuerdo de una mañana de un 8 de diciembre, allá en el pueblo y hace tiempo. Armábamos el pesebre con mi tía en la casa de mis abuelos, que estaba a pocos metros de la vía. De pronto, pasó el tren de las 10. La mesa tembló, se cayó el San José y se descabezó.
Me acuerdo de las monedas de 25, que poníamos en fila sobre los rieles. Una al lado de la otra, cinco minutos antes. Después, esperábamos ansiosos al costado para volver y ver cómo las ruedas terribles las habían dejado convertidas en estampillas de metal.Las locomotoras eran negras, imponentes, rugían como monstruos. Arrancaban despacio, haciendo fuerza y de apoco iban tomando velocidad, pitando un saludo desesperado.Me acuerdo del vapor intenso, blanco tiza, que por un momento cubría el andén y dejaba a los que se estaban despidiendo sumergidos en una bruma, como si ya fuesen del pasado. Los bancos de madera, las columnas de la galería, el pasto bien cortado, el cartel con el nombre de mi pueblo: Gobernador Mansilla.Por entonces, la gente llegaba en tren, se iba en tren, pasaba en tren.Me acuerdo del tren a Buenos Aires, que venía del norte. Se decía que el viaje duraba días y por eso los pasajeros no sólo llevaban equipajes sino también pollos vivos a los que les daban de comer en los pasillos, y naranjas para calmar la sed, y guitarras para matar el aburrimiento. Eran muchos vagones, marrones, con ventanillas abiertas y caras curiosas asomadas. El último era el del correo: todo un vagón cargado de cartas, sobres con esquelas, anuncios, facturas, encomiendas, saludos, tarjetas. En aquel tiempo, las cartas iban en tren.Por las vías también pasaban las zorras, que no eran animales sino una especia de balsa con ruedas. Trasladaban a los “catangos”, es decir a los obreros que mantenían las vías en condiciones, o los hilos del telégrafo, o los pasos a nivel. Algunas zorras eran a tracción a sangre, había que subir y bajar una palanca para impulsarlas, como si se bombeara agua. Nosotros mirábamos con mucha envidia a esos esforzados náufragos y queríamos ser uno de ellos. Más tarde, las zorras tuvieron motor y perdieron un poco de magia.Por las vías también andaban los linyeras, o los crotos o los vagos trashumantes. Así como llegaban se iban a los pocos días, después de pedir algo de comida y un lugar en el galpón para dormir. Nosotros no les teníamos miedo pero los grandes nos decían que se robaban a los chicos que se portaban mal y nunca más los devolvían. Había uno que una vez contó que su sueño era ganar la lotería para comprarse un boleto y viajar en tren hasta donde se terminaban las vías. Decía que quería ir leyendo el diario y fumando un cigarro.Me acuerdo de aquel 76, cuando los militares dijeron que no iban a circular más trenes entre Rosario del Tala y Gualeguay. Entonces, llegaron ellos: aburridos, serios, grises, prepotentes y se llevaron el cartel de la boletería, la campana, el reloj a péndulo, los muebles que habían traído los ingleses, el banco de la galería, los sillones de la sala de espera. En las vías creció el pasto y sólo sirvieron de corral para vacas y caballos.Después, me vine a estudiar a Paraná, en tren. Lo tomábamos en Lucas González o en Estación Sola. Había guardas que pedían el boleto y lo marcaban con una perforadora. Pero además te hacían bajar los pies si vos te estirabas para dormir y los apoyabas en el asiento de enfrente. Era lindo dormirse en el tren porque te acunaba. También era lindo pasar por las estaciones y ver los campos salpicados de islotes de árboles. En los 90, ramal que paraba, ramal que cerraba, como si nada. Las estaciones quedaron abandonadas, o pasaron a ser oficinas públicas, centros culturales o el museo del pueblo.“No hay que perder el tren de la historia”, se decía en aquellos años.Y el país se quedó en la vía.
Publicado en El Diario, Paraná, 20-12-09