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BANDERA MÍA – Por Graciela Rubini


Bandera Mía, Rubén Darío Latorre, Composición.

Este nuevo 20 de junio me lleva invariablemente a reflexionar sobre la actualidad de los símbolos patrios. Si uno investiga las motivaciones del hogar del que cuelga una bandera en el frente de su casa, se encontrará, generalmente, con gente de edad mediana para arriba, de una sólida formación de educación primaria y no siempre secundaria. Y por otro lado matrimonios jóvenes donde uno de ellos o ambos son o han sido universitarios. Coligo que el tema del sostenimiento de los símbolos patrios tiene como base a la educación. Antiguamente se observaba mucho dentro del ámbito escolar esta característica. Las instituciones públicas ostentaban la bandera en toda conmemoración histórica. En lo que podría denominarse las antípodas, el estudiante universitario conoció a fondo la historia de nuestra emancipación y la talla moral de nuestros próceres, por lo que su sentido de argentinidad y orgullo nacional está fuertemente arraigado.
¿Qué pasa con las clases sociales menos educadas, de bajo nivel económico? La bandera es símbolo inolvidable en un partido de fútbol, en un reclamo social, pero no mucho más que eso.
Me pregunto, la bandera, símbolo máximo de pertenencia a este país que nos da identidad y cuna. ¿Qué es? ¿Qué representa para todos y cada uno de los habitantes de este país?
Seguramente no es la misma que ondea en la base Antártica Marambio, a la que se alza en la escuelita de frontera en el norte del país. ¿No es la misma?
¿Es igual a la que cuelga de mi casa, a la que ondea en una embajada argentina en el Cairo? ¿Es la misma de la Casa de Gobierno a la del Congreso de la Nación o de la Corte Suprema de Justicia?
La bandera más larga del mundo que se presenta hoy en Rosario, es igual a la que llevaban los niños subidos en los hombros de sus padres en el mundial 78? ¿Es la misma que llevaban los soldados sobrevivientes de Malvinas? ¿La que izaban los militares en sus colegios y liceos durante la dictadura? ¿Es la misma que le ponen a los grandes hombres de este país sobre sus ataúdes, muertos al servicio del pueblo?
Sí, es la misma. Inspiración de Manuel Belgrano para dotar a esta insipiente nación de una insignia que la distinguiera en el concierto de las naciones del mundo. Esta albiceleste con su sol resplandeciente por la que juraron morir, y murieron, tantos argentinos de bien. Este paño flameante que enciende el corazón de una dulce emoción cuando estamos lejos y la vemos ondear en algún lugar.
Es esta misma bandera que nos cobija con su efluvio de argentinidad que no muchos merecen y que otros tantos deshonran.
Esta misma bandera que nos congrega a su sombra a la hora de, por fin, alguna vez, erigirnos como un país serio, confiable, limpio, crisol de razas y tierra de promisión, reserva del mundo y esperanza de los hijos.
Ah, Bandera mía; te recibí de niña, te canté y honré de adolescente; hoy ya adulta, guardo el mismo emocionado respeto con el que, seguramente Belgrano, querría que todos los argentinos te glorificaran.

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